Por: Carlos V
El eterno idealista.
En una esquina cualquiera de una gran ciudad, donde los edificios se elevan como centinelas mudos y las pantallas parpadeantes llenan los vacíos que antes ocupaban los ojos de los transeúntes, vive un hombre fuera de época. No lleva espada al cinto ni capa al viento, pero su mirada —firme, luminosa, casi ingenua— revela el alma de un mosquetero. Se llama D’Artagnan. Un amigo agraciado con ese nombre por el afecto que su madre, -maestra de escuela– sentía por Dumás, así es como lo nombran quienes aún creen que la nobleza no ha muerto.
D’Artagnan nació en un pequeño pueblo del sur, entre calles polvorientas y abuelos que aún contaban historias de honor con voz temblorosa. Desde niño, sintió una inquietud en el pecho, un llamado vago pero persistente que no venía de los tiempos modernos, sino de algo más antiguo: el deseo de luchar por lo justo. Mientras sus amigos soñaban con coches de lujo o seguidores en redes sociales, él –como su madre– leía a Dumas, a Cervantes, y juraba lealtad a causas que no entendía del todo, pero que intuía valiosas.
A los veinte años, llegó a la ciudad con la misma ilusión con la que el D’Artagnan de antaño cabalgó a París. No traía más que una mochila, un cuaderno lleno de frases heroicas y una convicción ardiente de que se puede cambiar el mundo con una vida honesta. Se matriculó en Derecho, pero pronto descubrió que la justicia en los pasillos judiciales no se parecía a la que soñaba de niño. No abandonó la carrera, pero aprendió que el sistema es un castillo de espejos, donde la verdad a menudo se pierde.

Trabajó como voluntario en comedores sociales, acompañó a ancianos en hospitales, organizó protestas silenciosas contra la corrupción. Y allí encontró a sus compañeros de armas. No se llamaban Athos, Porthos o Aramis, pero compartían su fuego. Un periodista idealista, una médica rebelde, una profesora de filosofía que aún creía en Sócrates más que en los likes. No blandían espadas, pero sí palabras, actos, miradas que incomodaban. Se reconocieron sin decirse nada, como si el tiempo los hubiera llamado a formar una nueva guardia.
D’Artagnan vivía sin lujos. Prefería los libros a los aparatos, las conversaciones profundas a los mensajes de voz. Tenía un código, no escrito, pero férreo: decir la verdad aunque duela, defender al débil aunque cueste, no rendirse ante el cinismo. Lo llamaban ingenuo, romántico, incluso ridículo. Él sonreía, como quien ya ha escuchado esas palabras muchas veces pero sigue creyendo que vale la pena insistir.
Su mayor enemigo no era un cardenal, ni un villano de capa negra. Era algo más difuso y persistente: la indiferencia. Caminaba por las calles y veía rostros apagados, vidas encerradas en pantallas, manos que no se tocaban. Veía a gente pasar junto a un hombre desmayado sin siquiera voltear la cabeza, a una madre llorar en un vagón sin que nadie la mirase. La indiferencia era un gas invisible que lo cubría todo, entumeciendo el alma colectiva.
Y eso lo hería más que cualquier espada.
Hubo días en que pensó rendirse. Días en que, al ver cómo los discursos vacíos triunfaban sobre las acciones sinceras, sintió que estaba luchando contra el mar. Pero entonces ocurría algo: una niña le sonreía tras recibir un libro que nadie más quería. Un anciano le apretaba la mano con gratitud. Una desconocida le dejaba una nota que decía: “Gracias por no rendirte.”
Cada gesto era un rescate. Cada palabra, una estocada contra el letargo del mundo.
No era perfecto, claro. Era impulsivo, a veces testarudo, y su idealismo le traía decepciones frecuentes. Pero no se volvía cínico. Su mayor virtud, en tiempos donde parecer escudo es más común que serlo, era la transparencia. No fingía. Amaba con intensidad, sufría sin esconderlo, confiaba hasta el final. Su vulnerabilidad no lo debilitaba; lo hacía más fuerte.
Una tarde cualquiera, en una plaza donde niños jugaban ajenos a todo, D’Artagnan se subió a una banca y empezó a leer en voz alta un pasaje de “Los Tres Mosqueteros”. No había cámaras, ni patrocinadores, ni aplausos. Solo un puñado de curiosos y su voz. Algunos rieron, otros se burlaron. Pero una niña se acercó y le preguntó si ella también podía ser mosquetera. Él asintió, con los ojos brillando. Le dio el libro, como quien pasa una antorcha.
D’Artagnan sabía que el mundo no cambiaría por un solo hombre. Pero también sabía que cada acto humano era una chispa. Y en un mundo cubierto de niebla, incluso una chispa podía alumbrar el camino a otros.
Así vivía: con el corazón por delante, la verdad como espada y la esperanza como escudo. No buscaba gloria ni monumentos. Solo deseaba que, al final del día, alguien más se atreviera a mirar a los ojos, a decir la verdad, a no pasar de largo. Que alguien más, en cualquier rincón del mundo, dijera: “Uno para todos, y todos para uno.”
Y en ese eco, saber que aún no estaba solo.