Atrapado Felizmente, ahí, cerquita del centro.
A las seis y media de la mañana, cuando la ciudad apenas bosteza y los camiones aún se sienten pesados porque aún no llega la luz del nuevo día, “el pastorcito” ya está de pie. Se amarra los zapatos sin hacer ruido y camina hacia la cocina mientras su entrañable compañera, aún duerme unos minutos más. Él prepara el café: fuerte, como a ella le gusta. A veces, mientras espera que el agua llegar a su punto, se queda viendo por la ventana, como si adivinara como sería el día que ya se acerca.
Él con 45 años, desde hace unos meses habría de nueva cuenta su negocio “Taquería El Pastorcito”, un pequeño restaurante en aquella esquina, ahí cerquita del centro, donde el humo del trompo baila con los olores que anuncian el atardecer. No es un lugar lujoso, pero es limpio, alegre y una radio que suena bajito con cumbias norteñas, así inicia el día para ellos mientras inician los preparativos cotidianos del “antes de abrir” que es a diario, pues se abre iniciando la tarde.
“Empecé con un carrito –dice José “El Pastorcito” como le dicen sus clientes con afecto, mientras pone la carne en el famoso trompo– y gracias a cada intento, ahora, ya tenemos este localito, nada es en vano”

José no es rico, pero tampoco se queja. Tiene lo necesario para vivir con dignidad. Paga renta, luz, insumos, y el pago diario de sus ayudantes. Y si a veces el dinero no alcanza para lujos, sí alcanza para lo esencial: comida en la mesa, el estudio de su hija menor, el ahorro para el seguro médico, y cada tanto, una cena sencilla con Susana para celebrar que siguen juntos.
Porque lo que José tiene —y lo cuida como un tesoro— es su relación con Susana. Se conocieron en una fiesta de barrio. Ella vendía gelatinas, él tacos. Se hicieron amigos primero, después pareja, y más tarde, socios. Ella lleva el control del dinero, atiende a los clientes, ordena las compras. Es buena con los números y excelente con la gente. Tiene una sonrisa suave que calma hasta al cliente más impaciente. “Susana es mi equilibrio”, dice él con orgullo. “Yo soy fuego, ella es agua. Pero juntos, estamos completos.”
El restaurante abre a las 4:30 de la tarde, con el inicio el asado del trompo de carne: que luego se servirán en burritos, tortas y tacos. El alma del negocio es el trompo de carne, que empieza a girar en lo que se termina de abrir. José le dedica atención como quien afila un instrumento musical. La carne se adoba desde la noche anterior, con una receta que él mismo ha perfeccionado con los años: ni muy picosa, ni muy dulce, y con un toque de piña que no empalaga. “El secreto está en el equilibrio —dice mientras gira el trompo con una espátula—, como en la vida.”

Todas las noches, la taquería se llena. Hay estudiantes, obreros, oficinistas, mamás con niños, abuelos. Algunos vienen a diario. Otros llegan por recomendación. José los es agradecido con todos. Sabe quién es alérgico al cilantro, quién quiere más piña, quién viene triste. Porque sí, en la taquería también se escucha. José no solo sirve comida: ofrece compañía. Hay clientes que confiesan problemas mientras esperan su orden, y él los escucha sin juzgar. “A veces con solo poner atención, uno ayuda más que con mil consejos.”
Susana está siempre cerca, organizando el mostrador, rellenando salsas, hablando bajito con los empleados. Tiene el carácter firme, pero no grita. Corrige con calma, exige con justicia. José y ella tienen un acuerdo sin palabras: cuando uno se cansa, el otro sostiene.
“Nos levantamos juntos —dice Susana—, trabajamos juntos, y cuando cerramos, a veces nos sentamos afuera, solo a ver pasar los carros. Hay días pesados. Pero nunca nos vamos a dormir enojados. Eso es sagrado.”
El local cierra a las 3:00 p.m. todos barren y limpian, lavan el asador, guardan los insumos para el día siguiente. Después, cada quien se van a casa, ellos cenan ligero y hablan un poco. A veces, todavía ven la televisión, a veces se quedan en silencio. Pero ese silencio no es incómodo: es de confianza.
No todo ha sido fácil. Hay robos y no falta de pronto una tormenta que inunde la cocina. En la pandemia, en alguno de nuestros intentos, casi nos rendimos. “Tuvimos que vender por WhatsApp, repartir nosotros mismos —recuerda José—. Hubo días sin clientes. Pero nunca sin esperanza.”
El orgullo más grande de José no es su trompo ni sus tacos, Es su familia, José cree que la ciudad necesita más gente que trabaje con respeto. “Uno puede no tener millones, pero si tiene palabra, ya es rico”, dice mientras se limpia las manos con una servilleta. “Aquí no robamos, no regateamos con los empleados, no servimos con engaño. Lo que ves, es lo que hay.”
José “El Pastorcito” tiene redes sociales aunque no son muy populares. Pero tiene algo mejor: respeto en su calle, cariño en su barrio, y una vida honesta. Es un emprendedor de esos que hacen ciudad desde abajo, que construyen comunidad sin discursos, que sostienen el día a día con tortillas calientes y servicio digno.
Cuando le preguntan si sueña con algo más, responde sin dudar: “Sí, claro. Sueño con seguir aquí. Con ver a mis hijos crecer, con cuidar a Susana, con seguir ofreciendo tacos que hagan feliz a la gente. ¿Para qué más?”
Y mientras la ciudad sigue girando, corriendo, gritando, José gira su trompo con ritmo sereno, con sabor a lucha diaria, con aroma a dignidad.
Porque hay héroes sin capa, sin oficina, sin cámara. Y uno de ellos se llama José “El Pastorcito”, taquero, esposo, trabajador. Hombre bueno.