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ABBA Desde Lejos

Tenía diecisiete años cuando vi a ABBA por primera vez en la televisión. Era un sábado por la tarde, y el sol se colaba por las cortinas de la sala como si también quisiera verlos. El televisor, un Zenith de carcasa de madera, chispeaba con estática antes de que aparecieran ellos: cuatro figuras escandinavas envueltas en lentejuelas, con sonrisas que parecían desafiar la gravedad. Pero yo no vi a cuatro. Vi a dos. O mejor dicho, vi a una primero: Agnetha.

No sé cómo explicarlo sin sonar ridículo, pero su rostro tenía algo que me desarmaba. Una belleza infantil, como de muñeca de porcelana que se ríe cuando nadie la ve. Su sonrisa era pícara, como si supiera que todos estábamos enamorados de ella y le divirtiera el juego. Tenía esa mirada azul que no era fría, sino curiosa, como si estuviera descubriendo el mundo por primera vez en cada canción. Cuando cantaba, no era solo su voz lo que me atrapaba, sino la forma en que inclinaba la cabeza, como si cada nota le saliera del alma y no de la garganta.

Y luego estaba Frida, la otra mitad del hechizo. Más intensa, más elegante, con una voz que parecía venir de un lugar más profundo. Si Agnetha era la luz del día, Frida era el crepúsculo. Había algo en su forma de moverse, en su postura, que imponía respeto. Su cabello oscuro, su mirada firme, su voz que podía ser dulce o desgarradora según lo pidiera la canción. Ella no te pedía que la miraras: te obligaba.

Recuerdo que en esa primera presentación cantaron “Knowing Me, Knowing You”. Los primeros acordes, con ese sintetizador que parecía flotar en el aire, me hicieron sentir como si estuviera entrando a otro mundo. Era una canción sobre rupturas, sobre despedidas, pero yo no entendía del todo la letra. Solo sabía que me dolía, y no sabía por qué. Tal vez porque intuía que algún día también me tocaría decir adiós a algo que amaba.

Después vino “Dancing Queen”. Ahí sí, no hubo dolor. Solo euforia. Los primeros rasgueos del piano eléctrico eran como una invitación a dejar de ser quien eras y convertirte en quien querías ser. En Juárez, donde la vida era dura y el futuro incierto, esa canción era una promesa: que podías brillar, aunque fuera por una noche. Que podías bailar, aunque no tuvieras pista. Que podías ser reina, aunque fueras un adolescente con los zapatos polvosos de tanto caminar.

Y “The Winner Takes It All”… esa llegó después, cuando ya entendía un poco más del amor y sus derrotas. La voz de Agnetha en esa canción no era solo canto: era confesión. Cada vez que la escuchaba, sentía que me hablaba a mí, que me decía que estaba bien perder, que incluso en la derrota había belleza. Esa canción me enseñó que el amor no siempre gana, pero siempre deja huella.

En esos años, la vida en Juárez era una mezcla de polvo, esperanza y fronteras. Las calles eran de tierra en muchas colonias, y los niños jugábamos con pelotas hechas de calcetines. Las madres colgaban la ropa en los techos, y los padres cruzaban a El Paso a trabajar, si tenían suerte. Yo vendía periódicos en la mañana y ayudaba a mi tío en su taller por las tardes. Pero en las noches, cuando todos dormían, me ponía los audífonos y me iba con ABBA a otro lugar.

Una vez, lo intenté. Tenía diecinueve. Crucé el río Bravo con un grupo de muchachos, con la idea de llegar a Los Ángeles, donde decían que ABBA iba a presentarse en un programa de televisión. No llegué ni a El Paso. Nos detuvieron en la segunda calle. Pero esa noche, mientras dormía en la celda de migración, tarareaba “Fernando” en voz baja. “There was something in the air that night, the stars were bright, Fernando…” Y me sentí libre, aunque fuera por un momento.

ABBA no era solo un grupo. Eran una ventana. Una promesa. Una forma de decirnos que había algo más allá del desierto, más allá de las maquilas, más allá del muro. Que la belleza existía, y que a veces venía en forma de una rubia con sonrisa traviesa y una voz que te rompía el alma.

Hoy, cuando escucho esas canciones, no solo recuerdo a Agnetha y Frida. Me recuerdo a mí. Al muchacho que soñaba con escenarios lejanos, con luces de colores, con amores imposibles. Y aunque ya no tengo diecisiete, cada vez que escucho románticas notas de la música de esa época cierro los ojos y vuelvo a regresar a mis recuerdos, viviendo un poco de mi vida cotidiana del pasado, con el corazón latiendo como si estuviera de nuevo ahí.