spot_imgspot_img

Sentimiento Emprendedor

Hay un instante, pequeño pero revelador, en la vida de muchos jóvenes en el que algo se enciende adentro. Una chispa. No es una epifanía con rayos y trompetas celestiales, sino una sensación suave, una emoción silenciosa que susurra: eres distinto, y lo sabes. Un sentimiento que no se puede nombrar en ese momento, pero que más adelante llamaremos “sentimiento emprendedor”.

No empieza con grandes planes ni con ambiciones desbordadas. Comienza con preguntas. ¿Por qué no me basta lo que a otros sí? ¿Por qué me emociona más imaginar cosas que comprarlas? ¿Por qué me siento vivo cuando creo, construyo, improviso, aunque me equivoque?

Este sentimiento nace en la adolescencia, cuando todo parece estar en proceso de descubrimiento: el cuerpo, los afectos, la identidad, los sueños. Mientras algunos encuentran consuelo en la rutina o en seguir el camino ya trazado, otros se sorprenden pensando diferente. A veces se sienten fuera de lugar. Otras veces, simplemente “en otro canal”. Pero en el fondo, hay algo que los mueve. Una energía que no se apaga con las dificultades, sino que parece encenderse aún más en medio de ellas.

Lecciones

Muchos emprendedores recuerdan sus primeras experiencias no en oficinas ni en grandes proyectos, sino en la secundaria: vendiendo dulces, haciendo tareas por otros, organizando rifas o lavando autos. Era más que una forma de ganar dinero. Era una manera de comprobar que sí se puede, que hay algo propio que se puede ofrecer al mundo.

Ese primer cliente, ese primer “sí”, esa pequeña venta, aunque insignificante para otros, se graba con tinta indeleble en la memoria. Es el primer logro que no te regalaron, que no vino con una nota o una felicitación escolar, sino con una mirada de reconocimiento o con una moneda en la mano. Es la prueba de que puedes transformar una idea en algo real.

Pero junto a esos logros vienen también las primeras caídas: productos que no se vendieron, burlas de compañeros, regaños por “andar pensando en negocios y no en la escuela”. Y ahí, el sentimiento emprendedor empieza a formarse no sólo como entusiasmo, sino como una mezcla de emoción, frustración, esperanza y valentía.

Es el principio del carácter.

Sensación de ser diferente

Ser adolescente y tener una mente emprendedora no siempre es fácil. Mientras muchos se enfocan en seguir reglas, memorizar lecciones y pensar en “lo que toca hacer”, el emprendedor joven sueña, propone, se arriesga. A veces incomoda. Otras veces se siente solo. La sociedad muchas veces aplaude al obediente, pero le teme al que cuestiona, al que inventa.

Ese sentimiento emprendedor duele cuando no es comprendido, cuando te hace sentir que no encajas. Pero al mismo tiempo, es una brújula interna que te recuerda que no naciste para repetir, sino para crear.

Forjando el alma

Con el paso del tiempo, ese impulso por experimentar se traduce en trabajos reales. Desde joven, el emprendedor busca caminos alternos: trabajos en tiendas, ayudante de alguien, becario, o incluso aventuras propias. No espera tenerlo todo resuelto. Se lanza. Aprende. A veces con éxito, muchas veces con tropiezos.

No olvida su primer jefe severo, ni el primer cliente difícil. Tampoco olvida el cansancio de jornadas largas y mal pagadas. Pero en cada experiencia, algo se siembra. Y aunque duela, aunque agote, hay una sensación interna que sigue diciendo: esto te sirve, esto te forma, sigue adelante.

Cada trabajo, cada proyecto fallido o exitoso, va curtiendo el espíritu. Porque emprender no es sólo abrir un negocio. Es aprender a levantarte cuando todo parece estar en contra, a volver a intentarlo con menos recursos pero más sabiduría. Es tener fe cuando los números no dan, cuando te dicen que “ya es tarde”, cuando nadie cree.

Miedo y fé un paso adelante

El emprendedor no vive sin miedo. De hecho, el miedo lo acompaña en cada paso: miedo a no ser suficiente, a no poder pagar las cuentas, a fracasar, a decepcionar a los suyos, a quedarse solo. Pero justo ahí aparece otro componente esencial del sentimiento emprendedor: la fe.

Una fe que no siempre es religiosa, aunque muchas veces lo es. Es una fe en el camino. En que todo tiene sentido, incluso lo que hoy duele. Fe en que cada caída te enseña algo valioso. Fe en que no estás solo, que algo más grande que tú te sostiene y te impulsa.

Esa fe es la que te hace levantarte con el rostro hacia el futuro, aunque el presente sea duro. Es la que transforma el miedo en motivación, la que convierte la duda en empuje, y el cansancio en pausa para tomar aire y volver más fuerte.

El fuego transforma

Llega un momento en que ya no eres joven, pero no has perdido la capacidad de soñar. Te miras al espejo y ves arrugas, pero también ves cicatrices que te recuerdan batallas ganadas. No todos los sueños se cumplieron como los imaginaste, pero otros —inesperados— sí se hicieron realidad.

A esa altura, el sentimiento emprendedor sigue vivo. Más pausado, más reflexivo. Ya no se trata sólo de lograr, sino de dejar huella. De enseñar a otros. De compartir lo aprendido. Ya no se compite, se construye. Ya no se corre, se camina con paso firme. Ya no se busca aprobación, se cultiva propósito.

Quizá no tengas una empresa multinacional, pero construiste algo propio. Tal vez no llegaste a ser famoso, pero tu historia inspira. Quizá no tengas todo el dinero que soñaste, pero sí el respeto de quienes te vieron caer y levantarte mil veces.

Cara al futuro y fe en primer plano

Hoy, en tu madurez, sabes que el éxito no siempre se mide en cifras ni en aplausos. Se mide en la paz de saber que seguiste tu camino, que fuiste fiel a tu intuición, que no te rendiste.

Miras hacia atrás y entiendes que todas esas emociones —la ilusión adolescente, los tropiezos juveniles, los temores adultos— formaron parte de algo más grande: tu historia.

Y ahora, con la cara en el futuro y la fe por delante, sabes que aún hay mucho por crear, por inspirar, por vivir.

Porque el sentimiento emprendedor no es solo una etapa de la vida. Es una forma de sentir, de pensar, de mirar el mundo con ojos de posibilidad. Es una manera de vivir con el alma despierta y el corazón dispuesto.

Y eso, no tiene edad. Ni límites.