Paquito Vitrales: Semilla de arte y memoria
Por Carlos Villarreal
Diseñador gráfico y editor de Essencia
A veces en la vida aparecen personas que no buscan brillar, pero iluminan todo a su alrededor. No necesitan ser ricos ni famosos. Les basta con ser sinceros, trabajadores y auténticos. Así era Paquito Vitrales, un artista de alma profunda y manos sabias, que dejó en nuestra ciudad no solo esculturas, sino una herencia invisible que vive en la memoria y el corazón de quienes lo conocimos.

Lo conocí durante los días intensos y entrañables en que fundamos una revista con varios compañeros del medio periodístico. Éramos un pequeño equipo: dos mujeres periodistas, otro colega reportero y yo, encargado del diseño. Tras las jornadas de trabajo, solíamos quedarnos a conversar, hilando historias como si tejiéramos con palabras la vida misma de nuestra ciudad.
Una tarde cualquiera llegó Paquito. Era un hombre imponente, de casi dos metros, barba entrecana y sonrisa amplia. No lo conocíamos, pero se integró con naturalidad al grupo, como si el lugar lo hubiera estado esperando. Traía consigo una energía única y un caudal de anécdotas que atrapaban sin esfuerzo. No tardamos en hacer de él uno más de los nuestros.
Desde el primer momento, supe que estaba frente a un verdadero artista. Aunque él mismo se lamentaba de no haber sido reconocido como tal —decía que lo llamaban artesano, como si eso lo hiciera menos—, quienes vimos su obra sabíamos bien el valor de su talento. Paquito esculpía la madera con amor y precisión. En la iglesia de Cristo Rey permanece uno de sus mayores legados: un Cristo tallado con una belleza que conmueve. También fui testigo de cómo salía de sus manos la figura de la Diana Cazadora, esbelta y perfecta, hecha dos veces con la misma devoción.
Pero si alguna escultura se ganó la simpatía popular, fue su famosa nuez gigante. Inspirada en el trabajo de los nogaleros, emblema de nuestra región, tallaba nueces de distintos tamaños —algunas de más de 25 cm de largo y unos 15 de diámetro— con tal realismo que daba la impresión de ser reales naturales. Esa obra fue más que un símbolo: fue un puente entre la tierra trabajada y el arte humilde.
Además de escultor, Paquito era un gran conversador. Conocía a medio mundo, y medio mundo lo recordaba con cariño. Sus historias saltaban del pasado al presente con facilidad, y escucharlo era como recorrer las avenidas de la ciudad a través de las décadas. Las tardes con él estaban llenas de nostalgia, risas y silencios cargados de sentido.

Con el paso del tiempo, la revista terminó su ciclo, y cada quien siguió su camino. A Paquito lo veía de vez en cuando, trabajando como siempre, con la misma actitud de entrega. Sin embargo, en una de esas ocasiones, noté algo distinto: una sombra de tristeza, un gesto apagado. Tal vez eran los años, tal vez la memoria comenzaba a jugarle en contra. Nunca hablamos de eso. Preferí quedarme con la imagen luminosa que siempre proyectó.
La última vez que lo vi fue desde lejos, mientras yo comía con unos amigos. Lo reconocí cuando subía a su camioneta blanca. Se fue sin saber que sería el último cruce de miradas y un lejano adios. Ese recuerdo se me quedó como la escena final de una película que no me agrada saber que ha terminado.
Pasaron los años, y un día cualquiera, mientras tomaba un café en un Oxxo, se me acercó un joven a mis espaldas, que tomaba café al igual que yo, en la mesa de atrás, donde lo esperaba su novia. En cuanto voltee a mirarlo, me dijo:
—OIDA, Yo lo recuerdo a usted… iba con mi papá a visitarlo cuando era niño.
y sí, así fue el era Manuel, el hijo de Paquito. Había heredado el talento de su padre, pero con desapego al lucirse con vanidad, que mantiene su trabajo artístico, como uno de esos artistas ocultos, que dibujan con perfección, pero solo comparten su arte con amigos. En él vive la semilla del legado de Paquito: esa combinación de talento, humildad y sencillez.

Hoy, al escribir estas líneas, no pretendo más que hacer un pequeño homenaje a un hombre grande. No por su estatura, ni por la fama, sino por su manera de vivir. Paquito no solo esculpió madera: esculpió memorias, sembró respeto, inspiró a quienes lo rodeamos. Su vida fue sencilla y callada, pero su arte habla por él con fuerza y belleza.
Me gustaría que no se pierda su nombre entre los ruidos de la ciudad. Ojalá más personas conozcan su obra, su historia y su ejemplo. Porque si algo nos dejó claro, es que hay quienes no necesitan reconocimiento público para ser eternos. Basta con un recuerdo fiel, con una obra que resiste el tiempo, con una amistad que no olvida.